sábado, 13 de junio de 2009

Y nada ni nadie pudo con Sevilla...

Gente, mucha gente, y un calor que de pronto se echó sobre Sevilla y que alcanzó prácticamente los cuarenta grados bajo el inapelable y reluciente sol, fueron las notas externas de la celebración del Corpus Christi con una procesión que requiere recortes en sus representaciones.

Tal vez por la crisis, porque el Rocío acaba de pasar y porque las vacaciones de verano se aproximan y hay que economizar, las calles de la ciudad, que siempre cumple con la tradición de acudir al Corpus, se vieron mucho más llenas que en años pasados, aun cuando la noche de las vísperas se prolongó hasta altas horas.

Desde muy temprano hubo quien eligió estar en la calle, justo cuando el romero y la juncia iban esparciéndose, solapándose con la noche de los escaparates de niños jesús, espigas, uvas, damascos y balcones que esperaban mirar milagros de plata. Los altares de las hermandades recogían el rocío del amanecer, con los guardajurados adormilados al paso de alguna pandilla tras la última copa.
Y Sevilla se preparaba, con su mejor aliño indumentario, para contemplar la más grande procesión, tanto por continente como por contenido. El Señor de la Cena, que salió de su templo de los Terceros a las seis y media de la mañana, pasaba casi junto al ventanal de la calle Villegas del Salvador desde donde se asomaba la Virgen de las Aguas. Se aproximaba ya a su altar del Palacio Arzobispal en la calle Placentines, donde no fueron capaces de colocar el cortinón de damasco, al tiempo que el alcalde y los concejales llegaban bajo mazas de la Plaza desde la Plaza de San Francisco, con toda la parafernalia espectacular de la Policía Local de gala.

Los escenarios iban encajándose en el puzzle de la más grande representación de misterio y sacrificio que ve y vive la ciudad.

Ya iba apretando el calor y ya había pequeñas multitudes que buscaban sitios estratégicos para ver la procesión. El primer tramo de sillas de la Avenida estaba cogido antes de las ocho y media de la mañana, hora en la que los niños carráncanos hicieron su aparición en la Puerta de San Miguel de la Catedral mientras el cardenal Amigo concelebraba la misa con el arzobispo coadjutor, monseñor Asenjo. Enfiló la cabeza del cortejo la Avenida seguida por una interminable representación de hermandades de gloria. Y veinte minutos después apareció la imagen de Santa Ángela detrás del tintinábulo macareno. El paso, exornado por la Hermandad de la Amargura y llevado por sus costaleros, portando una reliquia de la Madre Angelita, se unía por primera vez a la procesión del Corpus por deseo expreso de fray Carlos Amigo, quien previamente consultó a expertos en liturgia y a las Hermanas de la Cruz. Para él, «en el Corpus, algo tan sevillano, tenía que estar presente esta figura queridísima, con tanto valor devocional».

Después, entre inclinaciones de cabeza, sonrisitas autocomplacidas, «adioses» condescendientes continuaron desfilando las representaciones de ternos oscuros, algunos de invierno; de trajes inapropiados y de niños vestidos incalificablemente. Interminable y tedioso, incluso aburrido en algunos momentos. Son sensaciones que provoca el paso de tantas y tantas personas. Entre el paso de Santa Justa y Rufina y los de San Isidoro y San Leandro y la llegada de San Fernando con la alegría de la Banda Municipal, dirigida por Gutiérrez Juan, el tiempo se hace eterno y más ayer, con el sofoco de las altas temperaturas. El sol pegaba tan fuerte que la desembocadura de la calle Alemanes en la procesión estaba expedita la mayor parte del tiempo. Por cierto, ese paso hacia García de Vinuesa, que quiso cruzar un coche deportivo, fue aprovechado por las representaciones que ya habían vuelto a la Catedral para atravesar con sus insignias, sus bacalaos, sus cajas de cirios, no ya por el cortejo sino delante incluso de los pasos, incluida la Custodia de Arfe.

A partir de San Fernando es cuando la procesión comienza a fluir y se comprueba mirando de arriba a abajo la Avenida. La Inmaculada antes de entrar en la Plaza de San Francisco —donde también relucía al altar de la Hiniesta Gloriosa—, el Niño Jesús, seguido de la Custodia Chica de la Santa Espina —tras la que se estrenaba monseñor Asenjo— y la Custodia de Arfe recién flanqueadas las puertas catedralicias.

Ese es el ritmo que muchos desearían para la procesión que, como siempre, tras casi cuatro horas, cerraba compañía de honores del Ejército cosechando los mayores aplausos del día.

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